martes, 16 de noviembre de 2010

A mi Maestro Bolívar Echeverría:



“A las aladas almas de las rosas

del almendro de nata te requiero

que tenemos que hablar de muchas cosas,

compañero del alma, compañero.”

Miguel Hernández

A mi Maestro Bolívar Echeverría:


Hemos sufrido una pérdida irreparable, El Dr. Bolívar Echeverría, brillante doctor, dilecto catedrático, admirable profesor; también fue –en cierto modo- un luchador social. Su militancia consistía en la enseñanza y divulgación de la filosofía marxista.

Se ocupaba de formar estudiantes en el conocimiento profundo y sistemático del aparato categorial de El Capital, a través de un análisis minucioso y fundamentalmente metodológico. Su finalidad era el fomento del “arma de la crítica” ante el capitalismo, como modo de reproducción social autodestructivo del sujeto social y de la objetividad natural.

En 1976, escuché hablar de él por primera vez: me encontraba ante el aparador donde se colocan las listas de materias optativas para los cursos de sexto semestre de la carrera de filosofía. Hasta el momento, había tenido un historial impecable de profesores de excelencia: Eduardo Nicol, Juliana González, Jaime Labastida, Carlos Pereyra. Leyendo los nuevos cursos pregunté: -…Y, Bolívar Echeverría, ¿es bueno?, varias voces contestaron al unísono, -¡maravilloso!-. Era ayudante de Sánchez Vázquez, ha escrito varios artículos espléndidos, su “Introducción a los Cuadernos de París” es formidable, cada una de sus clases es una conferencia, el maestro Bolívar es punto menos que un manantial de erudición…-.

La primera clase me deslumbró: tenía uno de los salones más grandes de la Facultad de Filosofía y Letras, pero entre alumnos y oyentes ocupábamos todas las sillas, el largo corredor se llenaba de estudiantes sentados en el suelo, y, salvo el pizarrón, las paredes se cubrían de personas que olvidaban la incomodidad de estar dos horas de pie, con tal de no perder ni una palabra del sabio profesor. Su lógico discurso, su clara elocuencia, su erudición, lo convertían en uno de los maestros más sobresalientes, dentro de una gama de expertos.

En aquellos tiempos convergían, -y divergían-, se mezclaban –y enfrentaban- las clásicas y novedosas corrientes y escuelas de pensamiento en la Facultad: existencialista, marxistas, metafísicos, maoístas, anarquistas, filósofos de la ciencia, leninistas, etc., formaban la más variada diversidad. Entre partidarios, detractores e iconoclastas se mantenía la petulancia, la extravagancia y el esnobismo, pero también el diálogo.

Entre tal profusión de tendencias, constituyó un privilegio encontrar a un profesor que leía y enseñaba a Marx, a partir de los fuentes originarias y de los textos ortodoxos, sin la mediación barata de manuales.

El marxismo que impartía en su cátedra el maestro Echeverría tenía la esencia de la profundidad filosófica sin obsequio alguno a la mediocridad, ni siquiera tenía que lidiar con la barrera linguística, porque había sido educado en Alemania y leía a Marx en su propio idioma. Su sólido conocimiento de la metodología marxista dio lugar a una rigurosa hermenéutica, a una visión del marxismo que se conoció como científica en la Facultad de Filosofía, y que resultó descollante respecto de otras interpretaciones que por aquél entonces circulaban.

Yo me convertí en seguidora fanática (como muchos otros) de su maravillosa cátedra, y en estudiante sempiterna del marxismo. Haber sido su ayudante en la Facultad de Filosofía, se convirtió en fuente de orgullo personal. Significó mi ingreso profesional en la UNAM, una gran oportunidad en el camino de mi formación; y finalmente un verdadero privilegio, uno de los momentos más caros de mi historia vital.

Justo cuando entré a estudiar la maestría, el Dr. Bolívar decidió cambiar su adscripción a la División de Estudios de Posgrado de la Facultad de Economía, lo que me permitió seguir siendo su alumna. Fui testigo de la formación de una escuela de pensamiento. La misma veneración que despertaba en la Facultad de Filosofía, la causaba en la Facultad de Economía. Los salones –siempre colmados, los grupos saturados, sin duda cumplió su labor de académico notable.

Fue mi asesor en la tesis de licenciatura y de maestría, ambas recibieron la mención honorífica y en las dos escribí sendas dedicatorias: a mi maestro, Bolívar Echeverría.

El maestro Bolívar tenía un verdadero amor a la academia, su vocación (de la que también estaba enamorado), era la filosofía y su posición era –como ya se ha mencionado y no menos apasionada- marxista.

La última vez que lo ví, fue hace años, en una presentación de profesores de Economía Política; Bolívar aceptó de inmediato la invitación y me agradeció con afectuosa sonrisa mi devota presentación.

La vida me jugó una mala pasada: durante todo el semestre pensé en encontrarlo a la salida de su cátedra en filosofía, quería enseñarle mi trabajo, tener su aprobación, pero el intento de pulir esmeradamente el texto antes de presentárselo provocó que el tiempo me derrotara.

Mi pena es tan honda que no encontrará los linderos de su confortación. Perder a un maestro constituye una suerte de orfandad académica, equiparable al menoscabo de una amistad entrañable.

El fallecimiento de un ser querido constituye el enfrentamiento a la efímera plenitud de la vida, a la incertidumbre de la asechanza del final, el sentimiento -siempre soslayado pero presente- de la angustia existencial.

Algunos filósofos se han referido al tema con profusión: Kierkegaard, para quien la angustia, es el vértigo de la libertad; o Sartre, que sostiene que en tanto la existencia precede a la esencia, el hombre está condenado a elegir; o Heidegger, que señala que “…al ser ahí, le va su propio ser...”. En términos generales, los existencialistas consideran que si bien el hombre es un ser para la muerte, lo cierto es que la muerte le da sentido a la vida.

Por su parte, es preciso considerar a pensadores de la antigüedad que afirmaban “…goza tu vida y vive tu minuto porque es más tarde de lo que imaginas.” Vivir significa tener un angustioso terror a la muerte, no precisamente a la nuestra, porque, como afirman los epicúreos, “…cuando nosotros somos, ella todavía no es; y cuando ella es, nosotros ya no somos”.

Recordemos el famoso poema de San Juan de la Cruz, que repite el estribillo de “Muero porque no muero”. O bien Sor Juana que en su Romance declara: “Mira la muerte, que esquiva, huye porque la deseo; que aún la muerte si es buscada, se quiere subir de precio…” No elegimos nacer y tampoco sabemos cuando moriremos, sólo sabemos que vamos hacia la muerte y que, como escribe Gorostiza: “Desde mis ojos insomnes, mi muerte me está acechando…”.

El verdadero pavor nos sobrecoge ante la muerte de seres queridos. Las religiones tienen una solución muy adecuada: todas ellas ofrecen la promesa inefable de vida eterna: como el tema es ignoto, no tienen que cumplir su oferta –al menos en esta vida-. Particularmente los católicos, -versados en tanatología-, afirman que la vida eterna es temática concerniente a la fe, y la fe -como dice San Pablo-, “…es la sustancia de la esperanza”.

Pero para los descreídos, sólo queda el dolor: ante el deceso de alguien amado, nos abruma el desconsuelo y la desesperanza. En un poema memorable, Miguel Hernández manifiesta . “Y hasta el amor me sabe a cementerio, …No podrá con la pena mi persona…tanto penar para morirse uno”. Es la tragedia de Simón de Beauvoir ante el fallecimiento de Jean Paul Sartre: “…su muerte nos aleja, mi muerte no nos acercará…”

Lamentamos profundamente la desaparición del distinguido profesor. Venturosamente nos deja su legado, el vigor formidable de sus enseñanzas y la poderosa fuerza de su palabra. Quien desee conocer de modo riguroso y profundo la obra de Marx debería leer El Discurso Crítico de Marx de Bolívar Echeverría. Quien quiera saber acerca del ser social y la conciencia social capitalista debería leer su Definición de la Cultura. Cada una de sus obras representa un análisis crítico del tema investigado, cada uno de sus escritos tiene la metodología del filósofo, la penetración del marxista y la sagacidad del sabio. Como dice Miguel Hernández, “… siento más tu muerte, que mi vida.”

Ante la magnitud del cosmos, la fugaz trayectoria de la existencia humana y la trascendencia del universo, sólo podemos afirmar que somos polvo, polvo cósmico. Pero, apelando a Quevedo, será “polvo enamorado”:

“Venas que humor a tanto fuego han dado,

Médulas que han gloriosamente ardido

Su cuerpo dejará, no su cuidado,

Polvo será, más polvo enamorado”. 1

Mtra. Flor de María Balboa Reyna

1 Publicado originalmente en Cuartilla, Gaceta de la Facultad de Economía, Junio del 2002 No 40 p.3