domingo, 11 de noviembre de 2012

Hobsbawm y el jazz




Hobsbawm y el jazz
Rafael Luna Rosales

Todos saben que el recientemente fallecido historiador alemán Eric Hobsbawm (1917-2012) fue un prolijo crítico de jazz. De 1956 a 1966, con el pseudónimo de Francis Newton, publicó reseñas sobre jazz en la revista de corte liberal británica New Statesman; posteriormente reseñó libros acerca del mismo tema en The New York Review of Books, algunos de los cuales fueron recopilados en su libro Gente poco corriente. Resistencia, rebelión y jazz. Ya en los noventa publicó en Estados Unidos una colección de ensayos escritos durante los treinta años anteriores: The Jazz Scene (todavía sin traducción al español). En estos textos Hobsbawm no se limita a la mera descripción o crítica de libros, músicos o discos; sobre todo ubica al jazz en el contexto socioeconómico y cultural en que nació y se ha desarrollado; con ello, refrenda su visión del mundo y del jazz en particular sustentada en el materialismo histórico.
            A diferencia del marxismo decimonónico —que ve en el arte y la cultura en general elementos de una superestructura destinada a afianzar y reproducir el modo de producción vigente—, Hobsbawm ve en la cultura un potencial agente de concientización-transformación.

El estudio del jazz debe empezar, como todos los análisis de la sociedad bajo el capitalismo moderno, con la tecnología y el negocio: en este caso, el negocio consistente en suministrar el ocio y la diversión de las masas cada vez más urbanas de las clases baja y  media. Hasta la Primera Guerra Mundial, la tecnología, encarnada por la radio y el fonógrafo, que tan importantes serían para la difusión de la música negra a partir del decenio de 1920, aún no era significativa. Sin embargo, a finales del siglo XIX “el mundo del espectáculo” y la industria de la música popular ya estaban lo bastante desarrollados como para haber generado redes nacionales e incluso trasatlánticas (…) por no hablar de la publicación y distribución de un surtido de números musicales populares que cambiaba de manera constante.[1]


Hobsbawm afirma que el jazz era una de las varias clases de creación cultural y artística novedosa que salieron, a finales del siglo XIX, del entorno plebeyo, principalmente urbano, de la sociedad industrial de Occidente, con mayor probabilidad en los entornos del lumpenproletariado especializado del barrio de las diversiones de las grandes ciudades, con sus propias subculturas, sus propios estereotipos masculinos y femeninos, su propio vestuario y su propia música. Y pone como ejemplo el tango de Buenos Aires, que dio a la música latinoamericana un lugar permanente pero secundario en la pista del baile internacional, al mismo tiempo que el jazz.
El hecho de que el jazz fuese a la vez novedoso y, en su origen, un arte perteneciente a una subcultura autónoma es significativo por dos razones.[2] En primer lugar, porque la maquinaria de difusión comercial lo cogió al vuelo, en plena formación y evolución. Al mismo tiempo, la rápida evolución de la propia música generó un gusto por la nostalgia entre el público del jazz. Más adelante aparecería el jazz “tradicional” o revival (dixieland). En segundo lugar, y más importante, el jazz no fue recibido como simplemente una clase de música para acompañar el baile o el consumo de cerveza; sonó como algo simbólico y significativo en sí mismo. Éste fue un elemento importante en su evolución posterior.
El historiador se pregunta entonces: ¿por qué, de todas las artes urbanas plebeyas y contemporáneas que encontraron un público secundario, la música negra estadounidense fue mucho más capaz de conquistar el mundo occidental que cualquier otra?[3] No era en modo alguno el primer arte de su clase que despertaba el interés de las personas cultas, artistas, aristócratas e intelectuales. Los primeros libros serios sobre el jazz fueron escritos en los años veinte. Y sin embargo, para Hobsbawm, la respuesta tiene que quedar pendiente, pero aporta un elemento a ella: la música negra estadounidense se benefició de ser norteamericana. En el resto del mundo fue recibida como algo meramente exótico, primitivo, no burgués, sino también como algo moderno. No debemos olvidar que, por lo menos en el análisis del jazz, Hobsbawm peca de cierto eurocentrismo que lo lleva a medir el impacto del género en la sociedad a partir de su recepción en Europa, concretamente en la Gran Bretaña; de ahí que enfatiza el hecho de que los intelectuales y artistas que adoptaron el jazz inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial en el continente europeo citan de forma casi invariable la modernidad entre sus atractivos.[4]
            Hobsbawm ha dedicado buena parte de su producción acerca del jazz a la manera en que fue recibido en Europa. La aparición de una música juvenil de amplia base entre una minoría reducida, exclusiva e intelectual de aficionados al jazz es significativa en dos sentidos. En su ensayo “El jazz llega a Europa”,[5] demuestra el carácter casi totalmente secundario de la naturalización de la música negra en Europa, la cual se basó principalmente en jóvenes que escuchaban, coleccionaban y comentaban discos de estos músicos. Una indicación del carácter fundamental de los discos y ejecutantes que se inspiraban en ellos es el número insignificante de actuaciones en directo de músicos estadounidenses. Van aquí algunas de las ideas vertidas en dicho ensayo y que nos muestran cómo Hobsbawm aborda la penetración del jazz en la Gran Bretaña desde el materialismo histórico y la historia social
La recepción del jazz en Europa, por tanto, comprende dos fenómenos muy diferentes. La recepción de las formas de música popular basadas en el jazz e influidas por el jazz fue de hecho universal. La recepción del jazz como forma de música perteneciente al arte grande y de origen popular estuvo limitada a una minoría, y sigue estándolo, aunque cierto conocimiento del jazz acabó convirtiéndose en una parte aceptada de la cultura educada. Aun siendo pequeño, el público jazzístico europeo ha desempeñado un papel significativo desde hace mucho tiempo, puesto que constituía una afición mucho más estable que el público estadounidense, que es muy volátil.
El público del jazz era  y sigue siendo una minoría mucho más reducida que el público de la música clásica, a juzgar tanto por las ventas de discos como por la cantidad de tiempo que le dedica a la radio. La acogida del jazz (en el sentido más estricto) no debe juzgarse atendiendo al número de personas que se han convertido en partidarios suyos, sino teniendo en cuenta los méritos de la música y el interés extraordinario que el proceso mismo de transferencia trasatlántica tiene para el historiador de la cultura y social.



[1] Hobsbawm, 1999:  241.
[2] Ibid.: 242.
[3] Idem.
[4] Ibid.: 243.
[5] En Hobsbawm, 1993.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

RESEÑA. Enrique Florescano: La función social de la historia. México, Fondo de Cultura Económica, 2012.




A. Rafael Flores Hernández
Historia. La Real Academia Española de la lengua muestra en su diccionario la polisemia de este sustantivo, es decir, la pluralidad de significados que puede tener dicha palabra en nuestro idioma. Estos significados se ocupan de designar acontecimientos del pasado, una materia que forma parte del currículo escolar, o bien, un relato. Pero más allá de definiciones institucionalizadas o conceptos ampliamente trabajados por diversos pensadores, una parte importante de la sociedad mexicana conoce la palabra y la emplea de manera cotidiana, además de que tiene una idea de su significado en distintos grados de precisión o vaguedad. En la vida cotidiana la historia se encuentra presente en los discursos de los medios de comunicación hegemónicos o se conoce porque forma parte de la educación en las aulas por las que han pasado parte de su infancia y juventud los mexicanos. Sin embargo, pocas veces la vox pópuli puede precisar la relación entre ese mar de hechos del pasado y ella misma, o la utilidad de su estudio durante varios años. Este fenómeno es de llamar la atención para los especialistas de la disciplina, pues si la suya es una materia ampliamente conocida, valdría la pena reflexionar por qué la sociedad no reconoce su función y trascendencia.
Sumergirse en el libro La función social de la historia de Enrique Florescano, permite al historiador realizar un ejercicio de reflexión sobre su disciplina en términos de los problemas epistemológicos o metodológicos a los que se enfrenta pero, ante todo, a una revaloración sobre lo que su trabajo puede ofrecer a la sociedad de la cual forma parte. A lo largo de su vida profesional, la obra de Florescano se ha caracterizado por ocuparse de temáticas variadas del campo de la historia, entre los que destacan trabajos enfocados en la economía, la memoria social, la identidad, los mitos y la historiografía, todos ellos estudiados en tiempos largos; esto nos indica la adscripción de su producción historiográfica en la llamada escuela de los Annales. El libro aquí reseñado no queda fuera de esa corriente de pensamiento, lo cual se refleja a lo largo del texto.
La función social de la historia es un trabajo que se divide en dos partes. La primera de ellas se enfoca propiamente en señalarla función que a lo largo de la historia de la humanidad se le ha dado al arte de Clío; la segunda sección se enfoca en una reflexión sobre las bases que sentaron las características de la disciplina histórica y contribuyeron a darle el rostro que hoy en día tiene, además de estudiar el papel del historiador en este proceso. Ambos segmentos se constituyen de ensayos de diferente extensión, en los que Florescano plantea temáticas específicas, aunque hay temas transversales que se presentan a lo largo de toda la obra.
Al adentrarse en el libro, se percibe una importante carga de erudición por parte de Enrique Florescano, quien hace gala de ella en cada una de sus afirmaciones. Apuntala su estudio con una cantidad copiosa de citas, las cuales en ocasiones pueden resultar excesivas, al igual de las notas al pie de página que las acompañan:es ésta una obra escrita básicamente para historiadores o lectores con un interés profundo en temas de historia. Ello resulta incluso contradictorio si consideramos la crítica que realiza el propio autor a la manera como los historiadores academicistas redactan sus trabajos.
Al revisar el aparato crítico del libronos percatamos de que hay algunos pensadores cuyas ideas están presentes de manera recurrenteen el análisis de Florescano, entre los cuales podemos mencionar a Arnaldo Momigliano, AgnesHeller, ReinhartKoselleck, Paul Ricœur, Marc Bloch, David Brading, MirceaEliade, Carlo Ginzburg, Eric Hobsbawm y Walter Ong, por señalar a los más importantes para la propia obra. De esto se desprende que este texto no se pueda leer a la ligera, sino que se trata de una lectura que debe degustarse con calma y atención por la complejidad de las reflexiones contenidas. Una redacción clara, fluida, e incluso en ciertos pasajes brillante, facilitan la revisión de los conceptos o ideas desarrolladas por Florescano.
De las dos secciones que componen el libro,el autortrata con mayor extensión la segunda parte, dedicada a los “pilares de la construcción historiográfica”. Esta sección funciona como una historia de la historia, pues Florescano expone distintos momentos de los principales paradigmas de la historiografía y cómo éstos han cambiado en el tiempo; concluye con un análisis del estado en que se encuentra la disciplina histórica en la actualidad. De esta manera, podemos advertir la forma como la historia dejó de ser el sustento de los regímenes políticos, para convertirse en un análisis de los procesos humanos. Este cambio implicó–dice el autor– para la propia disciplina una ampliación de sus fronteras de conocimiento, pues los sucesos políticos ya no eran suficientes para explicar los procesos de las sociedades, así que se volvió la mirada a los estudios de economía, las mentalidades, la ciencia, la familia, la sexualidad, la cultura de los más pobres. En otros términos, implicó una democratización de la historia.
Al tiempo que la ciencia histórica expandió sus fronteras temáticas también lo hizo con el diálogo interdisciplinario. La sociología, etnografía, antropología, filosofía, economía, filología, entre otras, contribuyeron con la nueva historiografía no sólo con datos, sino sobre todo con metodología, perspectivas y paradigmas. De esta manera, la historia dejó de limitarse a la información proporcionada por las fuentes escritas, revalorando la oralidad de las culturas del mundo. En este proceso, también reconoció la importancia del estudio sistemático de los mitos y la ritualidad para comprender a los grupos que los producen.
La crisis epistemológica afrontada por la historia en las últimas décadas, en torno a los caminos cruzados entre la historiografía y otros géneros literarios, encuentraespacio en el estudio de Florescano, quien le dedica un capítulo denominado “Historia y ficción”.
La función social de la historia es un libro que permite reflexionar a los historiadores sobre los grandes problemas de su disciplina, sin embargo, no desarrolla de manera extensa la temática anunciada en el título del mismo: cuantitativamente ocupa un espacio menor en la obra. Al revisar el libro, uno podría tener la perspectiva de que el tema debióser desarrollado con mayor amplitud por Florescano, sin embargo cada lector tendrá la mejor opinión al respecto. A pesar de lo anterior, el texto sí logra hacer una revisión bastante interesante sobre el papel que han ocupado la historia y el historiador en diferentes sociedades y épocas. A ello se une un análisis del estado actual de la disciplina y la postura propia de Enrique Florescano al respecto.
Resulta interesante percatarse que al paso de los siglos en todo el mundo la historia ha tenido diversas funciones para la sociedad. Florescano señala que una de ellas ha sido “dotar de identidad a la diversidad de seres humanos que formaban la tribu, el pueblo, la patria o la nación”(Florescano, 2012: 21). Entonces la historia sirvió como un puente entre el pasado y el presente de una comunidad, forjando así una idea de continuidad y proximidad entre los antepasados y el presente. Mas la función de la historia no se limitó a permitir las relaciones al interior de un grupo social, sino también al exterior, pues a través de los relatos que produjeron los historiadores se logró una “inmersión en el pasado [la cual] es un encuentro con formas de vida distintas, marcadas  por la presencia de diversos  medios naturales y culturales”(ibid.: 28). Gracias a ello, una comunidad puede identificar lo remoto, permitiéndole un reconocimiento de lo extraño, aquello que la antropología denomina la otredad. Así, podemos entender la historia como forjadora de identidad, la cual por medio de una mirada interna nos revela quienes somos y que a través de proporcionarnos una imagen delotro, nos permite reconocer aquello que no somoso lo que compartimos con él.
Como memoria, la historia hace sentir la fuerza de su importancia, al mostrarnos sus virtudes de conservar –por lo menos a manera de relato–lo irrepetible, y clarificar “el carácter mudable de las construcciones humanas”(ibid.: 38).
Aunque Florescano cuestiona la idea de considerar a la historia comomagistra vitae, el autor muestra cómo en diferentes momentos la historia sí fue utilizada no sólo para aprender de la vida social, sino igualmente para justificar y legitimar regímenes políticos, proyectos sociales o juicios contra personas, instituciones o etapas de la humanidad.
Tal vez lo más relevante de este trabajo, dentro de las expectativas que sugiere el título de la obra, resida en la crítica que hace Florescano a la institucionalización académica de la historia y la falta de compromiso de los especialistas con los problemas que enfrenta su sociedad en la actualidad. En el capítulo “Ataduras de la institución académica”, el autor muestra el surgimiento del proceso de profesionalización de los historiadores en las universidades, y la manera como estas instituciones se convirtieron en el nuevo claustro de los mismos. Ello certificó y diferenció a los nuevos historiadores de los autodidactas. Si bien éstos últimos quedaron relegados de la autoridad y prestigio que conlleva el ser un profesional,  por su parte los historiadores quedaron confinados a los límites y exigencias de la burocracia administrativa de los centros universitarios.
En este confinamiento, el historiador se sintió libre de todo aquello que consideraba comprometía su objetividad para escribir sobre el pasado, y creyó que el único adeudo que tenía su trabajo era para con el propio avance de la ciencia histórica y a ello se entregó con devoción. El resultado fue que la producción de los académicos estaba desligada de la sociedad que la sostenía, pues los historiadores consideraron que su trabajo era un producto individual y no social: ya no tenían ningún compromiso con el mundo de fuera. 
Así, el producto historiográfico dejó de aspirar a convertirse en la gran obra que conmoviera a los lectores y transformara los cimientos de la sociedad. Se convirtió en una producción mecánica cuantificable en términos de volumen y no de calidad. En los nuevos tiempos –señala Florescano– la obra historiográfica dejó de dedicarse a los grandes públicos como antaño, y éstas se volvieron piezas pensadas y redactadas para especialistas cada vez más reducidos en número. Dicho de otra manera, se volvió un trabajo del gremio y para el gremio, una industria de autoconsumo. Bien señala Florescano que como consecuencia de esta situación,se generó una producción historiográfica en la últimas décadas que probablemente supere en número todos los trabajos de historia redactados desde los comienzo de la escritura hasta el siglo XX, pero cuyo destino fueron la estanterías de bodegas, sin lectores interesados en ella y sin ningún impacto para la sociedad.
El último gran reto de la historia es la desacreditación que comparte con el resto de las humanidades y las artes para los gobiernos tecnócratas. Ya que los historiadores se cerraron las oportunidades a los ámbitos académicos, y estos espacios cada vez tienen menos apoyo, la historia enfrenta una nueva crisis.
Florescano concluye que si bien en nuestros días la historia no es utilitaria en términos económicos, su función social rebasa esas expectativas mercantilistas. Pero para recobrar su sentido primordial, es necesario que los historiadores se comprometan de nuevo con su sociedad y cambien sus relatos y el modo de trasmitir la historia. Que retomen el papel preponderante que alguna vez tuvieron. Los nuevos tiempos demandan de la historia “un conocimiento que nos haga  más y más conscientes de los procesos esenciales que nos han hecho los seres humanos que hoy somos y del medio cada vez más inhóspito, cambiante y ajeno que nos rodea. En esta crisis profunda y peligrosa que vivimos quizá la tarea más exigente del historiador sea recordar a nuestros conciudadanos cómo llegamos a este punto de nuestra historia y cuáles fueron las vías democráticas que en el pasado nos permitieron enfrentarlas y cuáles pueden ser ahora, apoyados en esa experiencia, las que mejor nos pueden servir para salir adelante” (ibid.: 362).
Sea como fuere, esta reseña es una invitación para revisar la obra de Florescano, y sobre todo, para realizar una reflexión sobre la función social de la historia en nuestros días y a que los historiadores asumamos nuestro papel histórico. En este contexto vale la pena recordar la sentencia que plasmó Friedrich Nietzsche en la segunda de sus Consideraciones intempestivas:
Tenemos necesidad de la historia para vivir y obrar, y no para desviarnos cómodamente de la acción, o acaso para adornar una vida egoísta y una conducta cobarde y perversa. Queremos servir a la historia solamente en cuanto ella sirve a la  vida